viernes, 13 de mayo de 2011

Cuento: El bastón de Madera

EL BASTÓN DE MADERA

El anciano apresuró la marcha hasta donde se lo permitía el peso de sus setenta y tantos años y su gabardina raída. Se le veía nervioso, poseído por una ansiedad poco común incluso para un hombre de su edad, acentuada mientras caminaba bajo las densas nubes promisorias de lluvia, alternando sus pasos con el golpe seco que producía en la banqueta su bastón de caoba pulida, quizá lo único de su figura que no tenía aspecto desgastado.

Había olvidado el paraguas en alguna parte, y sombrero y gabardina serían con toda seguridad insuficientes para contener el cada vez más próximo diluvio. No obstante que en caso necesario podía recurrir a las marquesinas, el saberse desprotegido derivó en un paulatino incremento de la ansiedad que lo embargaba. A medida que llegaban las primeras sombras de la tarde y descendía la temperatura del aire, trató de calcular el tiempo que le tomaría llegar hasta su enmohecido departamento con el paso irregular de un hombre en sus condiciones. Finalmente, concluyó que tenía un margen muy escaso para escapar del aguacero.

La noche anterior también había llovido, y las breves horas de luz de la mañana fueron incapaces de evaporar los charcos que salpicaban el asfalto, dándole a la calle un aspecto de elefante enfermo. Él veía los residuos de la lluvia casi con asco y hacía todo lo posible por evitar mojarse al momento de cruzar las calles y bajar de las banquetas. Cierto, detestaba el agua a tal grado que prefería vivir con las canas grasientas y el aliento pastoso, y soportar a diario la piel con textura de musgo, a tener que arriesgarse a la humedad y sus peligros, de por sí graves para cualquier persona, pero en especial para un anciano solitario.

Recordó que alguna vez, no hacía mucho tiempo, había sido víctima de la impertinencia de un joven tendero, a quien se le ocurrió sacudir el toldo de su negocio justo en el momento en que él pasaba bajo el borde de la lona. Para su fortuna, hizo gala de unos reflejos incongruentes con su artritis y todo se redujo a unas cuantas salpicaduras inofensivas bajo el ala del sombrero.

Cruzó una calle más, aunque a una velocidad muy inferior a la del resto de los transeúntes, pues a él apenas le alcanzaba el tiempo que duraba la luz verde del semáforo para peatones. Por si fuera poco cada cruce constituía un esfuerzo agotador, al extremo que debía detenerse durante un lapso considerable mientras recuperaba el aliento.

Levantó la vista y se alegró al ver su edificio a unas cuantas calles. También se dio cuenta que se encontraba en una cuadra ausente de marquesinas, pero al ver la proximidad de su hogar, comenzó a desvanecer su nerviosismo. No le duró mucho la tranquilidad, pues justo en ese momento una gruesa gota de lluvia le golpeó el filo del sombrero. Habría volado de ser posible pero poco pudo hacer entre la oleada de gente que con indiferencia reptaba sobre la acera; fue tal su desesperación que no hizo caso del siguiente semáforo e intentó cruzar pero tropezó con una alcantarilla semiabierta y cayó de bruces sobre el asfalto. El bastón quedó tirado a unos pocos metros sobre el arroyo, justo fuera de su alcance; trató de recuperarlo, pero por desgracia las ruedas de un camión quebraron la madera en varios fragmentos inútiles, como si hubiera sido un palillo de dientes.

Gritó con pánico al saberse inerme y extendió los brazos implorando auxilio, pero nadie se detuvo. La lluvia arreció de súbito y provocó una estampida de seres humanos a lo largo de la acera, quienes corrían con indiferencia ante los desesperados gestos del anciano.

Los automovilistas se unieron a la desbandada acelerando sus bestias sin miramientos. Al pasar junto al impotente cuerpo se limitaban a esquivarlo lo que no impedía que le arrojaran crestas de agua recién nacida.

Cada gota adquiría propiedades de ácido sobre la piel del anciano, quien en breve comenzó a disolverse. Al principio, la lluvia arrastró la capa de mugre y grasa corporal reseca que lo oscurecía; después comenzó diluirle lentamente los tejidos cutáneos hasta llegar a la carne flácida e inerte. En pocos minutos le arrastró los ojos dejándolo ciego, y no se apiadó de sus manos artríticas, a las que absorbió hasta llevarse también los huesos enfermos y quebradizos.

Él no dejó de suplicar ayuda durante aquellos instantes interminables, hasta que enmudeció cuando el agua lo dejó sin lengua ni garganta. Entonces pareció resignarse y recostó sobre la calle lo que le quedaba de cuerpo, dejando que el torrente penetrara por el cuello de la gabardina, disgregando el tronco en una viscosa mezcla de aguacero y vejez que se perdió entre las ranuras del drenaje.

Al terminar la tormenta, no faltó quien levantara el sombrero y las prendas restantes, pero extrañamente nadie se interesó por los pedazos de bastón.

Alcaraz, octubre de 1996.

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